El padre Tomás Morales, S.J.

El recién pasado 1 de octubre se han cumplido diez años del fallecimiento de un sacerdote jesuita español ejemplar, el pa­dre Tomás Morales, de quien el 24 de junio del año 2000 se abría en Madrid la causa de su beatificación. El padre Morales nació en 1908 y estudió derecho en la Universidad Central de Madrid. Joven inquieto, profundamente comprometido con la historia de su tiempo, pero, al mismo tiempo ansioso de ser consecuente con la fe que había recibido en el bautismo, vivió sus estudios universitarios como un laico plenamente comprometido con su fe, llegando a ser presidente de los estudiantes católicos. Obte­nido su título de abogado se trasladó a Bolonia, en Italia, donde obtuvo su doctorado en derecho con premio extraordinario. Se le abría un futuro profesional brillante, pero se dio cuenta que Dios lo llamaba a la vida consagrada, por lo que ingresó a la Compañía de Jesús a los 23 años, ordenándose sacerdote en 1942. Enviado por sus superiores a Madrid, inició en la capital de España una intensa labor apostólica y social con trabajadores y hombres de empresa, dando forma al Hogar del Empleado, una obra social concebida para cristianizar las estructuras laborales, pero, al mismo tiempo, para satisfacer las necesidades sociales que afectaban a los españoles de la post-guerra.

El padre Morales se adelantó en 20 años al Concilio Vaticano II, pues, desde los inicios de su trabajo pastoral se dio cuenta de que el laicado en la Iglesia es una potencia inexplotada, una fuer­za inmensa, pero al que había que dar responsabilidades, formar como líderes que se dieran cuenta de su papel insustituible en la evangelización de sus hermanos, pues sin ellos la Iglesia no lle­garía a grandes sectores del mundo actual donde debían llevar el Evangelio. Se trata de conceptos que no nos resultan novedosos hoy, pero que sí lo eran en la década de los años 40 del siglo XX cuando el padre Morales empezó a vivirlos y a imprimirlos en los laicos que colaboraban con él.

Es por lo que este joven jesuita volcó todas sus fuerzas en que los laicos actuaran tomando conciencia de su fe y la forma más eficaz con la que lo llevó a la práctica fue enseñando y po­niendo en marcha el “hacer-hacer”, esto es, el evangelizador no tiene que hacerlo todo, sino que ha de hacer que otros hagan y se impliquen en las tareas apostólicas, dejando tomar la iniciativa y fomentando la creatividad en la persona. No es una pedagogía de resultados inmediatos, es mucho más ardua, mucho más len­ta, una pedagogía a largo plazo, pero que, a la larga, da mucho fruto.

Le caracterizó la dirección de Ejercicios Espirituales, conven­cido de que si las almas se dejaban tocar por Cristo en unos Ejer­cicios Espirituales se convertirían en nuevos evangelizadores de sus compañeros. Comprendía que la evangelización del mundo empieza por la conversión del hombre. Por supuesto que es más fácil disertar y hablar de reformas sociales y políticas, pero para él era claro que no transformaremos las estructuras temporales si no nos convertimos cada día a Dios, luchando contra nuestras pasiones, contra nuestros defectos de carácter, con un constante ideal de superación.

Fue un hombre que estuvo en la avanzadilla de la Iglesia militante, oteando nuevos horizontes a la luz de Dios, viendo cómo se podía responder a todas las llamadas y necesidades urgentes de la Iglesia y en las diversas realidades temporales; pero todo ello, siendo profundamente fiel al Evangelio, al Magisterio de la Igle­sia y a todo su patrimonio histórico y cultural. Consciente de la debilidad humana, uno de sus lemas preferidos era “no cansarse nunca de volver a empezar de nuevo”. Fue fundador de dos ins­titutos seculares y de dos movimientos espirituales, un hombre a quien sus hijos espirituales saludan como un profeta de nuestro tiempo.