San Martín de Porres

Lima, la capital del Perú, es conocida históricamente como la Ciudad de los Reyes en honor de los tres Reyes Magos, por haber sido fundada un seis de enero, fiesta de la Epifanía del Señor, llamada también entre nosotros la Pascua de los Negros. He estado en Lima unos días y, como siempre lo hago cuando la visito, fui a rezar un rato ante la tumba de san Martín de Porres, el popular Fray Escoba.

Vivió cuando América dependía aún de España y Lima era la capital del virreinato. Su padre era un hidalgo español y su madre una mujer de color con la que nunca se casó. Desde pequeño, Martín entró en el convento de los padres dominicos de Lima y allí vivió hasta su muerte.

Es de los santos que más milagros hizo en vida. Nunca salió de Lima, sin embargo, un día que un marino español visitaba al padre superior del convento divisó a fray Martín, por lo que le pidió al prior que lo llamara porque quería agradecerle las aten­ciones que había tenido con él cuando el marino había estado preso y enfermo en Filipinas. Imposible, dijo el superior, porque fray Martín jamás ha salido de Lima. Aunque el marino insis­tió, el superior no le hizo caso, pero otras experiencias que fue recibiendo en el mismo sentido, le obligaron a aceptar que fray

Martín tenía el don de la bilocación, o sea, la posibilidad de estar en dos lugares al mismo tiempo, haciendo el bien.

Como san Francisco de Asís, tenía también el don de que los animales le entendiesen. Una inmensa plaga de ratones invadió el convento originando los estragos propios que causan estos bichos. Tantas eran las molestias que fray Martín decidió poner término al problema y, hablando a las ratas, les prometió que si salían del convento, él se encargaría de llevarles alimento al final del patio todos los días: maravillados cuentan los que la vieron, larga una procesión de ratas saliendo ordenadamente del conven­to. Nunca más volvieron a entrar, pero todos los días fray Martín, fiel a su palabra, les llevaba el alimento que necesitaban.

Tantos fueron los milagros que el superior se vio en la necesi­dad de tener que prohibirle, bajo santa obediencia, hacer nuevos milagros. Pero un día, caminando por una de las calles de Lima, cedió un andamio donde trabajaban unos obreros y uno de ellos cayó al vacío. ¿Qué hacer? Tenía prohibido bajo santa obediencia hacer milagros, pero, por otra parte, el pobre hombre venía ca­yendo y estaba a punto de estrellarse contra el suelo. Entonces, el santo fraile dejó suspendido en el aire al atónito obrero, mientras corría ante el superior a pedir permiso para hacer el milagro. El superior, lógicamente, no pudo sino autorizarlo, pues el milagro, al menos, ya había empezado a realizarse.

En la bellísima sinfonía que componen los miles de santos en la Iglesia no hay ninguno que sea igual a otro. Todos hacen gala de una primorosa originalidad. Pero todos, sin excepción, tienen en común una intensa vida de oración ante Jesús presente en la Eucaristía, una intensa vida de sacramentos y una intensa vida de penitencia, además de una heroica solidaridad con los más necesitados. Lo verdaderamente grande en la vida de ese mulato no fueron tanto sus milagros, casi novelescos, sino su intensa vida interior. Cuentan que tal era el fervor con el que comulgaba que su cuerpo se ponía luminoso cuando hacía su larga acción de gracias.

Que san Martín de Porres nos alcance la gracia de una pro­funda vida interior para prolongar su santidad en los albores de este tercer milenio. San Martín de Porres, ruega por nosotros.

Santa Gianna Beretta Molla

El domingo recién pasado, 16 de mayo, el Papa Juan Pablo II canonizó a Gianna Beretta Molla, médico italiana y madre de familia que dio la vida por su hija. El mismo Papa la había beatificado el 24 de abril de 1994, en el año dedicado precisamente a la familia. Coronando una existencia ejemplar de estu­diante, de mujer empeñada en la comunidad eclesial y de esposa y madre feliz, supo ofrecer en sacrificio su vida para que pudiese vivir la criatura que llevaba en su seno, la misma que estuvo en la ceremonia de beatificación y en la de canonización de su propia madre.

Tenía ya tres hijos cuando le llegó la noticia de un cuarto embarazo el que, como en las tres ocasiones anteriores, fue acogido con alegría. Pero al segundo mes de embarazo se inició el drama al descubrirle un fibroma que crecía cerca del útero y que ame­nazaba su salud y la misma vida de la niña que esperaba. Ella era médico y se dio cuenta enseguida de la tremenda alternativa que se ofrecía ante ella: salvarse o salvar la criatura que estaba ya en su segundo mes de gestación. El médico que la atendía se lo dijo claramente: “si queremos salvar su vida tenemos que interrumpir el embarazo”. La respuesta de Gianna fue rápida y segura desde el primer momento: “Doctor, ¡esto no lo permitiré nunca! ¡Es un pecado matar en el seno materno!”

La operación se limitó a la extracción del fibroma. El embarazo pudo continuar y Gianna reanudó su trabajo de médico hasta pocos días antes del parto. Entró en la clínica el Viernes Santo de 1962 y dio a luz una hermosa niña. Y como estaba previsto, pocas horas después del parto llegaron las complicaciones; fue una semana de enormes sufrimientos causados por una peritoni­tis séptica, un calvario en que su fe tuvo ocasión de manifestarse plenamente. Murió en su casa el sábado siguiente, el 28 de abril de 1962.

Un gesto como el de esta doctora no nace de la improvisa­ción, sino que es fruto de una larga maduración en la fe vivida día a día. Ella había nacido en octubre de 1922 en el seno de una fa­milia católica numerosa, que desde pequeñita le había inculcada la fe. Después de haber cursado la enseñanza media en el Liceo, empezó la carrera de medicina en la Universidad de Pavía, termi­nando sus estudios en 1949 especializándose en pediatría. Que ella estudiara medicina no había sido una novedad en su familia, pero la motivación que la había llevado a escoger esta carrera eran las misiones en América Latina, pues deseaba colaborar con un hermano sacerdote como misionera seglar. Sin embargo, cuando vio con claridad que Dios la llamaba para la vida matrimonial no vaciló y contrajo matrimonio. Su campo de acción misione­ra ahora fueron sus propios pacientes. Abrió un ambulatorio en Mesero, un pequeño pueblo cerca de Magenta, y allí discurrió su vida compartiendo su trabajo con su familia que pronto empezó a crecer. Poco antes de casarse le escribía a Pietro, su futuro mari­do: “quiero formar una familia verdaderamente cristiana, donde el Señor se encuentre como en su casa, un pequeño cenáculo donde Él reine en nuestros corazones, ilumine nuestras decisiones y guíe nuestros proyectos. Quiero formar contigo una familia rica de hijos como ha sido la mía, en la que he nacido y crecido”

Lo que me interesa poner de relieve es que se trata de una santa de nuestros días, de una mujer que se santifica cuando usted y yo ya habíamos nacido. Y de una laica, de una mujer que vivía su fe en medio de los afanes de la vida moderna, como usted y yo lo hacemos a diario; lo hizo como profesional, lo hizo como esposa, lo hizo como madre de familia. Un ejemplo digno de ser imitado, especialmente cuando en Chile la familia vive momen­tos aciagos.

Beato Pier Giorgio Frassati

León Blois, famoso autor francés del siglo pasado, el siglo XX, escribió que nunca un burgués podría llegar a ser santo. Gra­cias a Dios se equivocó medio a medio, porque, precisamente al iniciarse el siglo, en 1901, nacía en el seno de una familia de la alta burguesía de Turín, en Italia, un joven llamado Pier Giorgio Frassati, que en el corto lapso de 24 años logró probar que ser joven y burgués no es obstáculo para vivir en medio del mundo el pleno seguimiento de Cristo.

Su padre era el propietario y director del diario La Stampa, uno de los dos más importantes diarios de la Italia de entonces. Fue también senador del reino y embajador de Italia en Alema­nia, en el corrupto Berlín de la belle epoque. Pero, aunque nacido en cuna de perlas, su padre le enseñó desde pequeño las virtudes de la vida austera, del trabajo bien hecho, de la responsabilidad. Destacó en los deportes y practicó con soltura el montañismo, el ski, la equitación.

Su niñez y adolescencia fueron del todo normales, era alegre y buen amigo de sus amigos; lo suficientemente travieso como para que más de alguna vez lo echaran de clase o, incluso, lo mandaran suspendido a su casa, con la debida comunicación que su padre debía devolver firmada. No fue dotado con una inteligencia superior, al punto que en su casa y en el colegio le llamaban “cabeza dura” e, incluso, sus compañeros, haciendo un juego de palabras con su apellido -Frassati- le llamaban “Fracassati”.

Pero desde niño tuvo una singular piedad y vida de oración, unido a una caridad a toda prueba. De ella tomaron conciencia sus padres tan sólo después de su muerte, a los tempranos 24 años, cuando empezaron a desfilar por su elegante casa para darle el último adiós decenas y decenas de personas, muchas de ellas de condición muy humilde.

Dios lo dotó también de una voluntad férrea al punto que, decidido que lo suyo no era el sacerdocio sino el mundo, optó por la carrera de ingeniería en minas porque ello le permitiría trabajar en medio de los más sufridos de los obreros. Cuando uno de sus profesores del colegio le manifestó sus dudas sobre sus deseados estudios de ingeniería, le contestó que iba a ser ingenie­ro a costa de cualquier sacrificio.

A pesar del medio opulento en que vivía, su pureza y castidad eran transparentes, vividas en la más completa naturalidad con sus amigos y amigas que respetaban su religiosidad que también vivía con naturalidad. No se marginó de la vida política y cuando fue necesario, no dudó en utilizar los puños. Hasta fue detenido por la policía, y cuando ello ocurrió, nunca aceptó que lo dejaran libre por el sólo hecho de ser hijo de un senador, si no salía junto al resto de sus compañeros detenidos.

En secreto de su vida estuvo en su íntima relación con Cristo. Todos los días se levantaba antes que el resto de su casa y se iba a Misa, donde comulgaba diariamente y se quedaba en oración. Era el punto de partida de sus jornadas intensas en las que transmitía, con la naturalidad de lo cotidiano, la fuerza de Cristo Eucaristía.

Murió en 1925, tras una rapidísima enfermedad, cuando tenía 24 años. Lo beatificó Juan Pablo II. Con su vida, Pier Giorgio Frassati demostró que se puede ser santo en los pasillos de una universidad, con tres kilos de libros bajo el brazo. Que él interce­da por la juventud de Chile, de América y del mundo.

El beato emperador Carlos de Austria

Uno de los aspectos más recordados del Concilio Vaticano II es la contundente afirmación de la vocación universal a la santidad. Para ser santos no hay que ser ni curita ni monjita por­que todo bautizado, o sea, usted y yo, y por supuesto los curitas y las monjitas, reciben el llamado a ser santos. De hecho, si uno mira la galería de santos que tiene la Iglesia, uno se sorprende con la variedad que presenta, porque allí están representadas las más diversas posibilidades de vivir la fe, desde una mísera esclava al más encumbrado de los emperadores, pasando por todas las con­diciones sociales y calidades humanan que se puede imaginar.

Y cuando hablo de emperadores no hay que remontarse a épocas muy antiguas, porque el 3 de octubre de 2004, o sea, todavía no hace una década, fue solemnemente beatificado en la Plaza de San Pedro por el Papa Juan Pablo II, el último empera­dor del imperio Austro-Húngaro, Carlos de Austria.

Había nacido el 17 de agosto de 1887 y, aun cuando estaba en la línea de sucesión al trono imperial, no era el sucesor direc­to del emperador de entonces, Francisco José. Sin embargo, el asesinato del heredero al trono y su esposa ocurrido en Sarajevo, puso a Carlos en la inmediata sucesión al trono. El lamentable atentado de Sarajevo no sólo dejó al joven archiduque Carlos a las puertas del trono, sino que fue el incidente que dio inicio a la primera Guerra Mundial.

Desde pequeño el joven heredero dio muestras de un carácter austero, elegante, lleno de amor a Dios y al prójimo. Sus padres se esforzaron en darle una educación completa, pero sobre todo, en una genuina atmósfera de fe y de piedad. El archiduque Car­los es un ejemplo vivo de la importancia de que los padres se preocupen de la educación de sus hijos, no abandonando esta tarea a otros. Parte de sus estudios los hizo en un colegio abierto al público que los benedictinos tenían en Viena, hecho insólito para un miembro de la casa imperial a quienes estaba prohibido frecuentar colegios abiertos al público, pero que lo puso en con­tacto con la realidad del imperio con compañeros de todo origen. Recibió también una esmerada formación militar de cuyos resul­tados dio cuenta al realizar con brillantez las acciones militares que le fueron encomendadas iniciado ya el conflicto mundial, antes de ascender al trono.

Un santo no se hace con grandes hazañas, sino en la vida cotidiana de cada día, haciendo en forma extraordinaria las cosas sencillas y ordinarias del día a día. Así fue el archiduque Carlos antes y después de subir al trono. En sus estudios, en la vida militar y sobre todo con su familia. Se casó a los 24 años con la princesa Zita de Borbón-Parma con quien tuvo ocho hijos, el úl­timo de los cuales no pudo conocer porque el emperador murió antes de su nacimiento.

Tenía 29 años cuando subió al trono, en medio de una guerra que no había iniciado y que no deseaba. Dos años después la gue­rra terminó y con ella desapareció el imperio Austro-Húngaro, debiendo marchar al exilio con su familia. Murió en el exilio, en la isla de Madera, de Portugal, cuando tenía tan sólo 34 años, en medio de los dolores de una enfermedad producto del enorme esfuerzo desplegado a la cabeza del imperio, que debilitó su cuer­po, pero no su alma.

Carlos de Austria pudo santificarse en medio del boato, la pompa y la farándula propios de una corte imperial de principios del siglo XX. Si él lo pudo hacer, usted y yo también podemos hacerlo aquí en Valparaíso.

El padre Tomás Morales, S.J.

El recién pasado 1 de octubre se han cumplido diez años del fallecimiento de un sacerdote jesuita español ejemplar, el pa­dre Tomás Morales, de quien el 24 de junio del año 2000 se abría en Madrid la causa de su beatificación. El padre Morales nació en 1908 y estudió derecho en la Universidad Central de Madrid. Joven inquieto, profundamente comprometido con la historia de su tiempo, pero, al mismo tiempo ansioso de ser consecuente con la fe que había recibido en el bautismo, vivió sus estudios universitarios como un laico plenamente comprometido con su fe, llegando a ser presidente de los estudiantes católicos. Obte­nido su título de abogado se trasladó a Bolonia, en Italia, donde obtuvo su doctorado en derecho con premio extraordinario. Se le abría un futuro profesional brillante, pero se dio cuenta que Dios lo llamaba a la vida consagrada, por lo que ingresó a la Compañía de Jesús a los 23 años, ordenándose sacerdote en 1942. Enviado por sus superiores a Madrid, inició en la capital de España una intensa labor apostólica y social con trabajadores y hombres de empresa, dando forma al Hogar del Empleado, una obra social concebida para cristianizar las estructuras laborales, pero, al mismo tiempo, para satisfacer las necesidades sociales que afectaban a los españoles de la post-guerra.

El padre Morales se adelantó en 20 años al Concilio Vaticano II, pues, desde los inicios de su trabajo pastoral se dio cuenta de que el laicado en la Iglesia es una potencia inexplotada, una fuer­za inmensa, pero al que había que dar responsabilidades, formar como líderes que se dieran cuenta de su papel insustituible en la evangelización de sus hermanos, pues sin ellos la Iglesia no lle­garía a grandes sectores del mundo actual donde debían llevar el Evangelio. Se trata de conceptos que no nos resultan novedosos hoy, pero que sí lo eran en la década de los años 40 del siglo XX cuando el padre Morales empezó a vivirlos y a imprimirlos en los laicos que colaboraban con él.

Es por lo que este joven jesuita volcó todas sus fuerzas en que los laicos actuaran tomando conciencia de su fe y la forma más eficaz con la que lo llevó a la práctica fue enseñando y po­niendo en marcha el “hacer-hacer”, esto es, el evangelizador no tiene que hacerlo todo, sino que ha de hacer que otros hagan y se impliquen en las tareas apostólicas, dejando tomar la iniciativa y fomentando la creatividad en la persona. No es una pedagogía de resultados inmediatos, es mucho más ardua, mucho más len­ta, una pedagogía a largo plazo, pero que, a la larga, da mucho fruto.

Le caracterizó la dirección de Ejercicios Espirituales, conven­cido de que si las almas se dejaban tocar por Cristo en unos Ejer­cicios Espirituales se convertirían en nuevos evangelizadores de sus compañeros. Comprendía que la evangelización del mundo empieza por la conversión del hombre. Por supuesto que es más fácil disertar y hablar de reformas sociales y políticas, pero para él era claro que no transformaremos las estructuras temporales si no nos convertimos cada día a Dios, luchando contra nuestras pasiones, contra nuestros defectos de carácter, con un constante ideal de superación.

Fue un hombre que estuvo en la avanzadilla de la Iglesia militante, oteando nuevos horizontes a la luz de Dios, viendo cómo se podía responder a todas las llamadas y necesidades urgentes de la Iglesia y en las diversas realidades temporales; pero todo ello, siendo profundamente fiel al Evangelio, al Magisterio de la Igle­sia y a todo su patrimonio histórico y cultural. Consciente de la debilidad humana, uno de sus lemas preferidos era “no cansarse nunca de volver a empezar de nuevo”. Fue fundador de dos ins­titutos seculares y de dos movimientos espirituales, un hombre a quien sus hijos espirituales saludan como un profeta de nuestro tiempo.

Hacer vida nuestra fe

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La cultura chilena se ha fraguado en la matriz del cristianismo que ha dejado en ella una huella indeleble, pero no se trata de un cristianismo genérico, sino muy específico, pues el cristianismo dentro del cual se forjó Chile, hasta muy entrado el siglo XIX y que le dio parte importante de su configuración, fue el cristianismo católico.
Una prueba manifiesta de ello es la toponimia del país, pues a lo largo del mismo se encuentran por doquier ciudades y pueblos que llevan nombres de esos personajes egregios del catolicismo y, que no se encuentran en el mundo protestante, que son los santos.
Partiendo de la capital del país, Santiago, que lleva el nombre de uno de los doce apóstoles y que es al mismo tiempo el patrono de la ciudad.
Próxima a nosotros está San Felipe, en el valle de Aconcagua, que también lleva el nombre de uno de los doce apóstoles.
Quedándonos siempre en el centro tenemos a San Bernardo, uno de los grandes monjes que dieron impulso al monacato medieval y salvaron la cultura de Occidente.
Y un poco más al sur, San Fernando, en el valle de Colchagua, ciudad que lleva el nombre de un gran rey de Castilla, también en la edad media.
Si miramos más al sur, tenemos a San Carlos de Ancud, en la isla de Chiloé, un santo arzobispo de Milán en la Italia del siglo XVI que puso en obra la inmensa tarea reformadora de la Iglesia impulsada por el concilio de Trento.
Otras ciudades, que aparentemente llevan un nombre que poco o nada tiene que ver con el catolicismo, están también impregnadas de él. Sin ir más lejos, nuestro propio Valparaíso, que aparte de que aluda directamente al valle del Paraíso, lugar idílico, donde ocurrió lo que un buen amigo llama el lamentable episodio de la manzana, fue fundada con el nombre de Nuestra Señora de las Mercedes del Puerto Claro de Valparaíso, razón por la que el escudo de nuestra ciudad lleva una imagen de la Virgen.
O la ciudad de los Andes, cuyo nombre completo es Santa Rosa de los Andes, en honor de la primera santa latinoamericana que vivió en la Lima virreinal.
Y más cercanas a nosotros Quillota, cuyo nombre original es San Martín de la Concha.
Y también Casa Blanca, cuyo nombre oficial es Santa Bárbara de Casa Blanca.
Como puede advertirse, la toponimia de nuestra patria está salpicada de nombres que expresan el tremendo influjo que el cristianismo,  por medio de la Iglesia Católica, ha ejercido en nuestra forma de ser chilenos.
Ese influjo, sin embargo, que se dio en la historia, que hay está y que no se puede negar, no puede ser cosa del pasado sino que tiene que actualizarse permanentemente y esta no es sólo tarea de los curitas y de las monjitas sino que es tarea de todos y por lo mismo tarea mía y suya. ¿Cómo? La respuesta es tremendamente simple pero al mismo nada fácil de poner en obra porque la manera de actualizar, en la cultura actual de nuestra patria, ese sello que la marcha a fuego es simplemente haciendo vida la fe decimos creer, siendo consecuentes con lo que creemos, viviendo en la vida cotidiana las exigencias morales que se derivan de lo que Cristo nos enseñó.
Si separamos de nuestra vida diaria por una parte nuestras creencias y por otra nuestros comportamientos, solo estaremos contribuyendo a que la corrupción siga creciendo en nuestro país porque en una nación que es mayoritariamente católica la corrupción es una manera muy viva de mostrar que los católicos no estamos haciendo vida nuestra fe.
Ya se lo dije. La respuesta es fácil, pero ponerlo en obra cuesta más.

Fray José Mojica

Quienes tienen algunos años más que yo, que ya son mu­chos, se acordarán del famoso tenor y actor mexicano, José Mojica. Recuerdo todavía en mi casa viejos discos de acetato, de esos que se quebraban cuando se caían al suelo, con algunas de sus canciones, que, interpretadas ahora por otros cantantes, todavía se escuchan en las radios.

José Mojica había nacido en San Gabriel, ciudad del estado de Jalisco, en México, en 1895. Huérfano de padre, se trasladó con su madre a la ciudad de México, donde estudió en la Escuela

Nacional de Agricultura, pero debió dejar la carrera cuando el movimiento revolucionario la cerró, hecho que lo llevó a encon­trar su verdadera vocación. Tomó clases de canto e ingresó como alumno al Conservatorio Nacional de Música.

Comenzó a trabajar como solista en las funciones de ópera del Teatro Ideal, debutando el 5 de octubre de 1916 en el Teatro Abreu como primer tenor en la ópera El Barbero de Sevilla. Pero su futuro como actor se vislumbró en el extranjero y se marchó a Nueva York donde se empleó de lavaplatos hasta que logró ingresar a una compañía de ópera, haciendo papeles secundarios hasta que lo oyó cantar el famoso tenor italiano Enrico Caruso, quien lo recomendó a la Compañía de Ópera de Chicago. José intensificó sus estudios de canto, drama e idiomas, llegando a do­minar de igual manera el inglés, el italiano y el francés, al tiempo que aprendía a tocar guitarra y a interpretar canciones mexicanas. Paralelamente practicaba danza, atletismo y equitación. Se convirtió en un actor de moda, llegando a trabajar en el famoso Metropolitan Opera House. La Casa Edison lo contrató como artista exclusivo para grabar miles de discos con obras operáticas y canciones mexicanas de moda. Cuando se inició el cine habla­do en 1928, filmó en Hollywood su primera película: “El precio de un beso”, a la que siguieron muchas otras, las principales de las cuales fueron “El rey de los gitanos”, en 1932; “La cruz y la espada” en, 1937 y “El capitán aventurero”, en 1938. Joven y famoso tenía el mundo a sus pies, pero sentía un gran vacío en su vida que no podía llenar ni la fama, ni los placeres ni el dinero.

La muerte de su madre le causó una gran depresión de la que surgió el anhelo de cambiar drásticamente el rumbo de su vida. Empezó a alejarse progresivamente de los escenarios y del cine, se deshizo de todas sus propiedades y pertenencias y solicitó su ingreso a la orden de los franciscanos. En 1942 ingresó al semina­rio franciscano del Cuzco, en Perú, adoptando el nombre de fray José de Guadalupe Mojica. Después fue trasladado al convento de San Antonio de la Recoleta, culminando con su ordenación como sacerdote en 1947 en el templo Máximo de San Francisco en Lima.

La fama que le rodeaba le ayudó a reunir fondos para el establecimiento de un seminario en Arequipa, para lo cual recorrió Argentina y otros países. En 1958 escribió el libro “Yo pecador” donde narra la historia de su vida y habla de su conversión y pos­terior ingreso a la vida religiosa. El libro serviría de argumento para una película en la que también participó.

En 1969 el Instituto Nacional de Bellas Artes de México le rindió un sentido homenaje, después del cual regresó a Lima donde terminaría los últimos años de su vida. Murió a causa de un mal cardíaco cuando tenía 80 años de edad, atendido por una anciana sordomuda y en la más completa pobreza. Ello ocurrió el 20 de septiembre de 1974, es decir, hace 35 años. Fue sepultado en las catacumbas de la Iglesia de San Francisco en Lima. Con frecuencia usted y yo hemos cantado en la Iglesia una canción que refleja hermosamente esta emotiva historia de seguimiento de Jesús: “Tú, me has mirado a los ojos, sonriendo has dicho mi nombre, en la arena he dejado mi barca, junto a Ti buscaré otro mar”.